Yo ya sabía de la existencia de esta legendaria mujer antes de conocerla. Varias amigas de la primera época del movimiento de derechos humanos me habían hablado de ella. Pero al fin un día la vi, ella subía unas escaleras en la Universidad Ruiz de Montoya, donde era alumna a sus setentaitantos años del Diplomado de Consejería. Subía lenta y elegantemente, apoyada en la baranda de madera, y cuando llegó al segundo piso, utilizó su bastón con tanta ligereza que parecía deslizarse sobre el parqué como si estuviera volando bajo. Elegante, austera, cariñosa, alegre. Una extraña combinación que residía en una mezcla de su temple aragonés amortiguado por la humedad limeña integrada, luego de 35 años, a su carácter. No sé quién me la presentó, no recuerdo qué palabras cruzamos, pero sí que nos caímos muy bien y congeniamos de inmediato. La he visitado con cierta constancia a su casa de la calle Torre Tagle en Pueblo Libre, hemos intercambiado libros e historias, le he contado mi vida sin darme cuenta y ella, a veces dándose cuenta, me contó en parte algunas de sus penas, muchas de sus preocupaciones y las increíbles y variadas alegrías que, escuchándolas de aquella sonrisa, me enseñaban a amar la vida.

Si no fuera porque Pilar Coll Torrente (1929-2012) era austera como un monje trapense podría decir que fue una bon vivant: cada té con galletas que me invitaba en la mesa redonda de su casa era un festín inconmensurable por la delicadeza de su hospitalidad. Cada palabra se saboreaba como un vino afrutillado. Vivía casi sola, con una compañera de misión, y a su edad, se peleaba conmigo para que yo no lave los platos al final de nuestras tertulias. Cuando llegaba a su casa, siempre me ofrecía su sillón preferido, y a su costado tenía la última Caretas o la última revista Páginas, o cualquiera de las innumerables novelas que devoraba. Los únicos oropeles de su sala eran los cuadros que le habían regalado las internas del Centro Penitenciario Chorrillos Anexo y alguna artesanía religiosa ayacuchana. Sin embargo, nunca una sala fue tan luminosa, nunca un viejo sillón tan confortable, nunca un libro ajado tan intenso como cuando ella te lo prestaba para que lo leas en menos de una semana.

Me niego a que las cosas simples sean devoradas por el tiempo, por eso, en lugar de recordar las grandes gestas de Pilar, sus luchas por los derechos humanos, su enfrentamiento con el Arzobispo o sus incursiones valientes en las zonas de emergencia en pleno conflicto armado, quiero entregarles a ustedes, lectores y lectoras, recuerdos del cotidiano, del día a día que se nos escapa, de los momentos triviales que, sin embargo, son el núcleo duro de la vida. Como esa frase que ella repetía para hacerme sentir bien: “bonita, mis respetos”.

Sin embargo, también quisiera, como lo hicieron las internas el domingo pasado mientras su féretro se paseaba por el patio inconmensurablemente gris de la cárcel, gritar por escrito esto que tengo atragantado: “cuando una luchadora muere, nunca muere… cuando una luchadora muere, nunca muereeeee”. Pilar Coll, ¡presente! Pilar Coll, ¡presente!