Por Patricia del Río

“He quedado alegre, de haber declarado de mi finado… Más alegre estaba, cuando me enteré que en otros países, como en Lima, he llegado por televisión. Pensaba que, por lo menos, habrán visto mi foto, y así se han compadecido de mí… Los familiares de mi finado estarán viendo, sabiendo cómo han pasado las cosas. Pero desde que he declarado he quedado alegre, como si esposo estuviera viviendo, diciendo, todo eso”.

Las palabras son de una mujer ayacuchana de 59 años a la que le asesinaron arbitrariamente a su marido durante la lucha contra el terrorismo. Su testimonio, desgarrador, tardío, tantas veces ahogado contra la almohada, por fin se hizo público durante las audiencias que organizó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para escuchar a las víctimas. Para que esa madre que nunca más vio a su hijo, y esa niña, que vio cómo le disparaban un tiro en la sien a su padre, pudieran decir “esto fue lo que me ocurrió”. Millones de familias fueron víctimas de la demencia del terror y nunca salieron en el periódico, ni sus nombres fueron materia de noticia radial, menos televisiva. Recuerdo haber participado en la redacción de las leyendas del libro que reunió las fotos de “Yuyanapaq”, la muestra fotográfica de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, y haber intentado, sin éxito, recuperar el nombre, apellido, apodo, lo que fuera, de los protagonistas de esta historia. Campesinos aterrorizados, mujeres desesperadas cuidando como oro en polvo la única foto carné que acreditaba la existencia de su marido, madres con niños, niñas madres; todos con el mismo gesto de pánico y el mismo indolente anonimato.

Cuando la CVR organizó las audiencias públicas, su objetivo era claro y necesario: que esa joven que fue violada por catorce bestias que usaron su pito como arma de destrucción, pudiera por primera vez ser reconocida. Que a raíz de ese acto doloroso, pero necesario, de decir y escuchar, ganáramos todos, nos conmoviéramos todos, nos abrazáramos todos. Y mucho de eso se consiguió. Sobre las conclusiones y métodos de la CVR ha habido mucha polémica, pero sobre el relato de las víctimas no recuerdo mayor alboroto, mucho menso ninguneo.

Esa nefasta tarea, como sabemos, le tocó nada menos que a nuestro circunspecto primer ministro Oscar Valdés. En sus palabras: “Mucha gente presentaba cuadros desgarradores y hubo mucha teatralización”.

La frase ya es bastante conocida y, sin embargo, cada vez que la leo me produce la misma certeza de que dos décadas de terror nos han endurecido el alma. Porque si bien el discurso de Valdés es inaceptable, es más grave aún que nos hayamos sentado a escucharlo sin exigirle disculpas públicas.

Sin indignarnos lo suficiente. ¿O ustedes se imaginan a una Angela Merckel diciendo algo similar de las víctimas del holocausto sin que le caiga toda la opinión pública mundial encima?

Pero acá no. Al escritor Iván Thays lo podemos desollar vivo porque no le gusta la comida peruana, o porque el cebiche le produce gases, pero el más alto representante del Ejecutivo, después del presidente, se zurra en el dolor de miles de peruanos y pasa piola, piolísima diría yo.