Para Pilar Coll, a diferencia de algunos otros clérigos que laboran en estas tierras, los derechos humanos no eran una cojudez, sino algo por lo cual entregar la vida. A ello dedicó la suya.

De esta forma categórica el diario La Primera de Lima, en su edición del domingo 16 de septiembre, iniciaba su nota “especial” dedicada a quien aún estaba en su ataúd, la española Pilar Coll, fallecida a los 83 años y desde 1967 en Perú. En ese primer párrafo se marcaba una radical línea divisoria entre quien esperaba sepultura rodeada de cristianos y no cristianos (pero defensores de la dignidad de toda persona humana) y “algunos clérigos” de este país para quienes los derechos humanos “son una cojudez”. Cualquier persona informada entendió al toque que no se trataba de clérigos –en plural- ya que el único que públicamente se había atrevido a afirmarlo (en un despropósito evangélico impresionante) había sido el cardenal de Lima, Juan Luis Cipriani. Era entonces arzobispo de Ayacucho y lo dijo en un contexto en el que decenas de miles de peruanos estaban perdiendo la vida víctimas de la violencia más brutal (de los terroristas y de las fuerzas del orden) y muchos más eran ultrajados de la peor forma, con total desprecio por la dignidad humana.

Y para que no quedara duda que la línea divisoria seguía marcada, esa misma mañana de la muerte de Pilar Coll -sábado 16 de septiembre- cuando medio país estaba ya exigiendo al gobierno severa investigación por la muerte de una niña de 9 años (con atropello vergonzoso a toda su familia) en una incursión de las fuerzas del orden en un apartado lugar de la selva, el cardenal Cipriani –tropezando por enésima vez en la misma piedra- decía por radio que “las operaciones militares no pueden ser con guantes y con mandil, pidiendo permiso para entrar”… Con toda seguridad Pilar Coll, en el cielo, dio marcha atrás al video para escucharlo de nuevo varias veces pues no podría creer lo que estaba oyendo…

Volviendo a la afirmación de La Primera, para Pilar Coll no, los Derechos Humanos no eran una cojudez sino algo por lo que valía la pena jugarse toda una vida. En el caso de ella no cabe duda: 45 años en el Perú, lejos de su tierra y de su familia, dedicada en cuerpo y alma a cuidar la vida de los más indefensos y a exigir respeto y trato digno para todos, son prueba fehaciente de que se lo había tomado en serio.

En Pilar –lo sabemos bien- la motivación era profunda, le venía de su fe en el Dios de la Vida y en su hijo Jesús que entregó la suya cumpliendo a cabalidad su propia enseñanza: “no hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Para ella, es obvio, el ser cristiana le hizo ver en cada rostro del más humilde peruano el propio rostro de Cristo, merecedor de todo respeto y toda dignidad. No podía entender Pilar, con el evangelio en la mano, que pudiera haber algo más sagrado que defender la vida de los pobres, de los condenados a muerte temprana por todo tipo de violencia, comenzando por la pobreza y la miseria y terminando por las balas y la dinamita.

Por eso “no la pasaban” ni los terroristas de Sendero Luminoso ni los militares torturadores y asesinos. Y, sin embargo, en las cárceles donde pasaba gran parte de su tiempo, escuchaba a todos, atendía a todos, ayudaba a todos –si era necesario- dejando siempre abierta la puerta de la esperanza. La única parada de su féretro, camino del crematorio, fue en la cárcel de mujeres de Chorrillos. Quienes la conocían bien interpretaron que esa sería su voluntad. Estoy seguro que todas las mujeres presas aplaudieron al entrar y salir el cadáver y, muchas, lloraron de gratitud y cariño hacia quienes les derrochó el suyo sin medida.

Eso marca la diferencia entre cristianos: unos son incapaces de entender que la mayor gloria de Dios es que los hombres -¡todos y todas!-vivan con dignidad mientras que otros (Pilar entre ellos) se juegan su vida para que eso pueda ser posible. Como diría la ex Defensora del Pueblo, Beatriz Merino, Pilar Coll “representa a ese grupo de seres humanos indispensables para que la vida de todos adquiera un mejor sentido”. Suerte la nuestra que –mujer de palabra- cumplió su promesa: “Me vine al Perú donde he echado raíces y he quemado las naves… Yo siento que mi espacio está acá; quiero que mis huesitos abonen la tierra del Perú”. Y nuevamente con la doctora B. Merino, al otorgarle la Medalla de la Defensoría del Pueblo en el 2008, podemos concluir: “Gracias a Dios por poner al Perú en tu camino, Pilar”.