En el Perú parece que nos estamos acostumbrando a contemplar —sin poder hacer nada— el giro de 180 grados que dan los candidatos ganadores una vez que asumen el poder. Las promesas de campaña electoral son burladas impunemente, y la supuesta “elección” que estamos haciendo los peruanos es, en verdad, un mal chiste.

Si esto es así y pocos parecen descontentos con el guión que se viene repitiendo sistemáticamente desde el año 1990, que alguien nos explique desde Lima para qué existe un Jurado Nacional de Elecciones, legalmente encargado de fiscalizar la buena fe de los postulantes. Lo hace, por ejemplo, cuando solicita una Hoja de Vida a los candidatos y les exige que presenten un Plan de Gobierno. Aunque ambos documentos representan la palabra del candidato, no reciben igual tratamiento. Si se detecta una mentira en la Hoja de Vida, se le denuncia penalmente por falsedad; pero si —como está ocurriendo— ignoran e incluso burlan el Plan de Gobierno que presentan, no pasa nada.

Me pregunto: ¿Cómo es posible que una falla tan gruesa en el sistema electoral, cuya función es vigilar que la voluntad popular sea respetada escrupulosamente, no sea detectada y nadie esté trabajando para cambiar esta situación? Si un partido recibe la mayoría de adhesiones electorales, se supone que la voluntad popular se ha expresado en favor de sus propuestas, su línea ideológica o programática, sus lemas y hasta su estilo. Por eso se discuten proyectos de ley destinados a sancionar a los congresistas que se cambian de bancada, en el afán de evitar —supuestamente— que traicionen el ideario y las propuestas por los que fueron elegidos. ¿Y qué pasa con el Presidente de la República que tiene el poder de decidir sobre tantas cosas que realmente afectan la vida cotidiana del ciudadano, en otras tantas maneras?

No solo el programa económico: también la política comercial, las relaciones internacionales y los asuntos de seguridad han sido completamente trastocados en su enfoque y tratamiento, por los presidentes Fujimori, Toledo, Alan García y, ahora, Ollanta Humala; lo mismo ha ocurrido con sus equipos de trabajo, sus hombres de confianza y el manejo concreto, el del día a día, en los asuntos del Estado.

Y especialmente las promesas de campaña hechas al calor electoral, en plazas y calles de todo el Perú. En su momento, Arequipa, y el sur en general, votaron por cada uno de estos presidentes. Y recibieron de ellos muchas promesas dirigidas a terminar con las desventajas que suponen no ser el principal mercado electoral (Lima). Fujimori fue tempranamente rechazado, y por ello la región sufrió las consecuencias en forma de olvido durante su gobierno. Toledo provocó el llamado “Arequipazo” por incumplir expresamente una promesa electoral que firmó como candidato (la privatización de Egasa). Alan García no descentralizó como había ofrecido y prefirió mirar hacia el receptivo “sólido norte”. Finalmente, Ollanta Humala, que obtuvo su mayor respaldo en esta zona del país, donde era el preferido desde las elecciones del 2006, ha girado 180° en su propuesta.

Si se detecta una mentira en la Hoja de Vida, se le denuncia penalmente por falsedad; pero si —como está ocurriendo— ignoran e incluso burlan el Plan de Gobierno que presentan, no pasa nada.

Más allá de nuestras preferencias, conveniencias o desacuerdos, los peruanos tendríamos que preguntarnos si este uso es democrático; si es legítimo ejercer así el poder y si su aceptación —conveniente o no para determinados sectores— contribuye a la construcción de ciudadanía y la consolidación de un régimen democrático representativo como el que aspiramos a tener todos los que habitamos el país.

Es así como cada régimen de gobierno que inicia su mandato nos sorprende desde el saque con cambios repentinos y decisiones inesperadas; y no solo en materia de lineamientos políticos, sino también —para añadir solo un aspecto— respecto de las personas que acompañan al Presidente en la función ejecutiva, formalmente o no (otro uso que debiera desterrarse).

En el caso de Humala, el equipo de técnicos y personalidades que lo respaldó en la etapa decisiva de la campaña, con quienes aparecía sonriente en un spot televisivo, ha desaparecido casi por completo del aparato gubernamental. En aquella feliz convergencia, aparentemente rebosante de ánimos de trabajar por un anunciado cambio, no estaba ninguno de los ministros que hoy dirige una cartera. Ni su primer ministro, ni otros personajes claves en el actual esquema del manejo del poder. ¿Qué sentido tiene entonces el debate presidencial, por ejemplo?

¿Cómo es que se ha hecho norma que sujetos hábiles se cuelen en las altas esferas gubernamentales y —mediantelobbys y conexiones— terminen decidiendo cosas importantes sin haber pasado previamente por el tamiz ciudadano, que es el que, en una democracia, otorga el poder? Con esa forma de improvisar en el gobierno, nunca habrá continuidad en políticas, programas y proyectos, ni se puede ir mejorando la actuación del Estado. Además, ya se sabe quiénes ganan y quiénes pierden en este juego perverso de cómo encaramarse en el poder sin haber hecho méritos para ello, sin haber sido votado por una colectividad, sin haber pasado por una evaluación mínima que sí se pide a los candidatos. Más aún: ¿acaso no se percibe que es esta situación la que alberga el germen de la corrupción, que de esta forma va minando la sociedad entera?

Solo como ejemplo: nadie sabe de dónde salió el renunciante ministro del Interior, Daniel Lozada. Un arequipeño desconocido en la propia Arequipa. ¿Cómo así estuvo en el Gobierno (errando, claro, en un campo del que no sabía nada)? ¿Por voluntad de quién? (¿Será la del presidente Humala o de alguien más?) No olvidemos que así surgió Montesinos.

¿Se puede, en fin, llamar Democracia a esta situación?

Por: Mabel Cáceres
Tomado de  revistaideele.com