Por Henrique Mariño – Público
Media febrero cargado de absurdos:
– Arde Atenas mientras las polis europeas se sacuden la caspa con las quitanieves.
– El cambio en España vino a ser la reforma, con Rajoy mascullando trein-tai-trés antes del flash (back), más de lo mismo.
– La huelga de los polis de San Salvador de Bahía de Todos los Santos, que reclamaban un aumento de sus magros salarios, termina con decenas de cabezas descerrajadas por los grupos de exterminio, que no dejan de ser agentes del orden sacándose unas perras con las horas extras, en plan chapuzas.
– Beiras deja quieto el zapato y entona la sinfonía del portazo, menos cacofónica que la txalaparta de Khrushchev. Del susto, la foto de familia del Bloque se cae al suelo y la conciencia barbada aprovecha para salirse del marco, como acostumbran a hacer las ánimas por el de la ventana: en Galicia, donde una linde bien vale un magnicidio. Si la de Fraga fue una sorpresa repentina, la de Beiras era una muerte anunciada, tras los avisos de la refundación y los agüeros de la Asamblea Nacional.
– En cuanto a los disparates de andar por casa, uno que me recuerda a España: hace un mes y medio, en año nuevo, me encuentro con un aquapark en la cocina. Le dejo una nota al vecino de arriba cuando llego del curro por la noche, ya que no contesta a mis llamadas al timbre, y me la devuelve a la mañana siguiente por debajo de la puerta diciéndome que se va de viaje. Sigue lloviendo sin parar, hasta que un día se cuela en mi casa un señor (a los quince minutos descubro, porque me da por preguntárselo, que es el fontanero) que le hace un agujero al techo, como si fuese el desagüe de todos los océanos (y yo abajo). Otro día aparece el del seguro, toma nota de los desperfectos (también se jodió la vitrocerámica y el horno) y se va. Más adelante llega un pintor (del seguro), me oye, mira hacia arriba y descubre las cosas buenas que tiene mi techo: también se abre sin resolver nada porque resulta que, antes de darle a la brocha, necesita a un albañil para que le tape el agujero. Luego no viene nadie. Pasan dos o tres semanas. Me llama la dueña del piso de arriba y me cuenta un rollo. Envía de nuevo al señor de los quince minutos de fama (el fontanero del agujero), que entra en la cocina y observa la escayola mutante, que unas veces me parece un Barceló y otras se me aparece la virgen (en la escayola, lo típico). Pues nada, me dice, que ya tapo yo el agujero (albañil), pinto el techo (pintor) y ¿qué me has dicho de la cocina? Con tanta gotera, le explico, el horno no funciona y cuando enciendo la vitro salta el automático (creo que se dice así). El señor (por no llamarlo fontanero-albañil-pintor, aunque le echo entre mi edad y la de Xabi Alonso) se pone a hurgar con un destornillador en el aparato y, antes de que me dé tiempo a jurarle desde la salita que no escondo los millones ahí, me lo encuentro con el horno en la mano (bueno, en el suelo) y con el hueco en la pared. Para no liarme, termino: me dice que funciona (¡-?) y pasa a revisar la vitro: ahí yo me dispongo a hacer una simulación: cojo una olla, la pongo a hervir, dejo que caiga agua sobre el fuego y, antes de que todo salte por los aires, se enciende un piloto amarillo que en realidad está fundido desde la inundación: apago y listo. Entonces, el señor (¿o debería llamarlo electricista?) me dice que viene el lunes, o sea, dentro de cuatro horas, a tapar el agujero. Del seguro no sé nada, pero sí que la señora de arriba, en vez de aplicarse y hacer las cosas como dios manda, ha vuelto a recurrir al hombre orquesta para que me devuelva a una existencia rutinaria de sopas de sobre y pizzas congeladas. No sé cómo explicarlo, pero mi cocina me parece un trasunto de España, ¿que no?
(Por cierto, que si la historia esta les parece más interesante que los peñazos de costumbre, yo encantado de contarles mi vida: hoy la irresponsabilidad ajena personificada en el desastre de la cocina, mañana mis problemas con las compañías telefónicas, pasado el billete fantasma de Spanair y el pico del nuevo pasaje que he tenido que agenciarme, y así. Al menos, con mi escritura y su lectura, me descargo y lo voy echando todo para afuera).