A nueve meses de iniciado el Gobierno del presidente Humala, los sectores sociales y políticos que creían que su elección significaría un inminente quiebre en la institucionalidad democrática del país manifiestan no solo tranquilidad sino incluso apoyo al manejo gubernamental en general, y a la política económica en particular. Personalmente, creo que hay fundadas razones para preocuparnos por el tema de la institucionalidad democrática, aunque desde otra perspectiva.

En este tema conviene adoptar una perspectiva de mediano plazo y reflexionar sobre algunas notables continuidades con gobiernos anteriores y, por supuesto, también importantes diferencias y particularidades. En cuanto a las continuidades, hay que citar en primer lugar la verticalidad y el manejo autoritario de las relaciones con la oposición política, que se hacen evidentes de manera ejemplar en el manejo del conflicto por el proyecto minero Conga. Pese a que el Presidente ha cambiado de parecer sobre la viabilidad del proyecto minero (cuando era candidato pensaba que el agua era más valiosa que el oro), no ha ofrecido explicaciones por su cambio de parecer y más bien ha buscado imponer la ejecución del proyecto y reprimir a quienes están en desacuerdo con esta política. No se permite entonces la discrepancia, no se explican ni defienden argumentativamente los cambios de rumbo, se rompen visiblemente las promesas sin sonrojarse. Tal y como en su momento hicieran Alejandro Toledo en Arequipa y Alan García en Bagua.

El manejo vertical y autoritario de los conflictos sociales ha resultado en el fortalecimiento de una oposición desde las organizaciones sociales que, a falta de representación política adecuada, se ha colocado rápidamente en una línea de confrontación con el Gobierno, restándole legitimidad y dificultando la gobernabilidad. ¿Tendrá Humala su ‘Congazo’, de la misma manera en que Toledo tuvo su ‘Arequipazo’ y García su ‘Baguazo’? Es muy probable que así sea, si entendemos el sufijo “azo” como alusivo al desenlace del conflicto en los siguientes términos: la oposición social le gana la pelea al Gobierno por la vía de la deslegitimación en la opinión pública nacional e internacional, y a pesar de la política no dialogante y represiva del Gobierno. En los próximos meses veremos hasta dónde llegan las continuidades en esta línea de análisis.

A la vez, y en dirección diametralmente opuesta, el Gobierno intenta hacer de la inclusión su principal logro. La creación del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (MIDIS), que reorienta y articula los programas sociales en la lógica de la planificación y gestión por resultados priorizando y focalizando la atención integral a los grupos más vulnerables y marginados, es importante muestra de esto. Asimismo, lo es la promulgación y reglamentación de la Ley del Derecho a la Consulta Previa de los Pueblos Indígenas u Originarios, a pesar del conflictivo proceso de aprobación del Reglamento. Ambas acciones, orientadas a promover la inclusión social y económica (MIDIS), así como cultural (Ley de Consulta), marcan una importante diferencia con los mencionados gobiernos anteriores en la línea de establecer prioridades claras de atención a los grupos de población más vulnerables y afectados por la pobreza, y también por la violencia (aunque a regañadientes), y de intentar hacerlo, además, articulando esfuerzos intersectoriales.

Pese a que el Presidente ha cambiado de parecer sobre la viabilidad del proyecto minero, no ha ofrecido explicaciones. Más bien ha buscado imponer la ejecución del proyecto y reprimir a quienes están en desacuerdo con esta política.

Sin embargo, la bandera de la inclusión encuentra límites en lo político, puesto que se privilegian las dimensiones sociales, económicas y culturales ya mencionadas en detrimento de aquélla. Se entiende la inclusión como la elevación del nivel socioeconómico y el acceso a servicios sociales básicos, la capacitación para la inserción laboral y productiva (MIDIS), o como el reconocimiento legal del derecho a la preservación de la cultura y organización de los “culturalmente diferentes” (Ley de Consulta), pero no se piensa que la inclusión es también incorporación a los sistemas de toma de decisiones, respeto a la autonomía y el autogobierno y, por supuesto, el derecho a opinar y disentir. No avanzamos en descentralización, ni en la ampliación y reconocimiento de derechos políticos de quienes son beneficiarios de la inclusión social y económica; más bien avanzamos en el recorte de la autonomía de los gobiernos regionales y locales y en la conculcación y vulneración de derechos políticos y civiles de ciudadanos y ciudadanas que discrepan de las políticas del Gobierno. El enfoque sobre la inclusión nos llega despolitizado.

Por cierto, hay notable continuidad también en la aplicación del modelo económico, y es justamente esto lo que tranquiliza a los detractores e indigna a los votantes de ayer. Pero me parece más importante señalar la continuidad en la forma de gobierno, en el desarrollo de un estilo autoritario reñido con el diálogo y con la rendición de cuentas, que incrementa el déficit democrático de nuestra endeble institucionalidad política. La forma de gobernar es crucial en la (re)construcción de la institucionalidad democrática, y lo que vemos hasta ahora es que el estilo de gobierno autoritario se va asentando y normalizando —casi instituyendo— a través de los últimos gobiernos, incluyendo al del presidente Humala.

Tomado de revistaideele.com