La Corte Interamericana de Derechos Humanos forma parte del tejido de instituciones con que los pueblos del continente cuentan para proteger sus derechos fundamentales. Dicho tribunal tiene especial relevancia en la historia contemporánea de nuestra democracia y en la lucha inacabada por consolidar la vigencia de un estado de Derecho. No es exagerado decir que tanto la Corte como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han sido, en momentos en que el autoritarismo se instalaba en el Perú, el último refugio de la legalidad. Gracias a esas instituciones muchos peruanos pudieron hacer valer sus derechos cuando, en años recientes, estos eran atropellados por un poder arbitrario y corrupto.
Es muy importante recordar esto ahora que, muy penosamente, el Estado peruano, por medio de su representación ante la OEA, se suma a la ola de críticas e intentos de socavar al sistema interamericano de protección de derechos humanos. De esa manera, nuestro país se suma al viejo coro de gobiernos autoritarios que, como es natural, siempre se han sentido incómodos con la existencia de un tribunal internacional respetado y prestigioso, integrado por juristas sobresalientes, abocado a poner atajo al ejercicio arbitrario del poder en contra de los derechos de los ciudadanos. Es muy lamentable y criticable que esté sucediendo este alineamiento peruano con esas voces interesadas, jurídicamente endebles y políticamente confusas.
Es, en efecto, sobremanera irónico que el Perú –a instancias de una extrema derecha intolerante y nerviosa- termine de la mano de los gobiernos populistas autoritarios de la región, incluyendo al encabezado por Hugo Chávez, que buscan maniatar a la Corte y a la Comisión Interamericana para evitar que critique sus desmanes contra la libertad de expresión y de asociación.
Nuestra política exterior, de este modo, se ve afectada por una táctica miope que ofrece sacrificios fútiles a posiciones domésticas extremistas que –de cualquier manera- no se declarará satisfecha por nada que no sea un repudio peruano a la Corte y a la Comisión. Se trata de una táctica ingenua, de visión extremadamente corta y destinada al fracaso.
Es casi inevitable para un tribunal de justicia imparcial y solvente encontrarse, en ciertas circunstancias, en conflicto con el sentido común de la población sobre la cual ejerce jurisdicción. La legalidad y sus instituciones tienen como misión, precisamente, defender los principios de la justicia más allá de los humores momentáneos, de las opiniones intempestivas y, desde luego, de las
manipulaciones de los demagogos frente a casos que, naturalmente, provocan indignación pública. Y lo cierto es que en las críticas de cierto sector de la opinión pública peruana (al que ahora el gobierno se rinde, timorato) a la Corte, abundan las deformaciones y las falacias, muchas de ellas cultivadas sobre el sentido común más ramplón.
Así, por ejemplo, la idea de una jurisdicción internacional o supranacional es vista –como insisten en decir los demagogos—como una lesión de la soberanía. No lo es, puesto que si la Corte ejerce jurisdicción sobre nuestro país ello es precisamente por una decisión soberana del Estado peruano. Del mismo modo, la idea de que un criminal o un sospechoso de delitos graves no puede al mismo tiempo ser víctima de una violación de sus derechos, nace de una mirada simplista para la cual los rudimentos del Derecho parecen ser inaccesibles.
En las observaciones del Estado peruano al papel de la CIDH se dice que esta tiene cierta vocación por sustituir a las jurisdicciones nacionales o de interferir en ellas. Esa es una observación –motivada por el caso Chavín de Huántar—que tras su apariencia razonable esconde una patente anomalía: el hecho de que un Estado puede intentar extender o dilatar procesos exageradamente hasta un punto en el cual resulta obvio que se está produciendo una clara negligencia en la administración de justicia.
Corresponde a los estadistas velar por la salud de nuestras instituciones, pues son ellas las que nos ponen a salvo de la arbitrariedad y las que, en lo que se refiere a justicia, nos garantizan que esta sea ejercida con severidad y con imparcialidad e idoneidad. No es cortejando a los lugares comunes y a las voces de la intolerancia, enemigas de la legalidad, como se mantienen la paz, el orden y, en última instancia, la democracia. Al contrario, esta pusilanimidad solamente alienta a los enemigos del Estado de Derecho. Toca a las organizaciones de la sociedad civil del Perú persistir en el ejercicio de la docencia y de la defensa de principios que sus estadistas han abandonado.
Por: Salomón Lerner F.