En las últimas semanas hemos sido testigos de una de las peores consecuencias que puede dejar la violencia del terrorismo en un país: el ninguneo por el dolor ajeno y la asquerosa indolencia. El abogado Alfredo Crespo, y su extraña corte de jóvenes seguidores del Movadef, no solo se atrevieron a exigir el reconocimiento de su demencial propuesta como partido político, sino que tuvieron la osadía de negar que Abimael Guzmán fuera un terrorista, y llamaron preso político, ideólogo al promotor del genocidio como forma de implantar el terror.

Indignante pero cierto. Movadef nos ha explotado en la cara como el peor coche bomba de los ochenta y los peruanos hemos descubierto que de tanto intentar olvidar el pasado este se ha transformado en un monstruo. En una suerte de Frankestein en el que cada peruano ha reconstruido sus propios hechos, ha escogido sus propios héroes, ha llorado sus muertos. Hubo una guerra contra el terror en el Perú, más del 70% de los muertos de esa locura fueron campesinos, quechuahablantes, agricultores, indocumentados, la mayoría ayacuchanos, que murieron en silencio; y veinte años después su muerte sigue siendo ignorada, negada. El Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación calculó 69 mil muertos y la reacción fue visceral: “qué exageración, cómo van a ser tantos”, “esa es una mentira de los caviares izquierdosos”.

Se negaron tanto las conclusiones del único intento de entender lo que pasó en nuestro país que al final nos hemos quedado sin comprender nada. Sin consensuar siquiera a cuántos peruanos hay que buscar para enterrar. Y es esa misma lógica del odio, del no querer ver que nos convertimos en una sociedad enloquecida por el ruido de tanta bomba, es la que permitió que se pisoteara el monumento el Ojo que llora, es la que acusó de terruca a Gisela Ortiz, una de las pocas personas que trabaja por saber qué pasó con los más de 15 mil desaparecidos durante la violencia.

Y no, no nos engañemos, no ha sido solo culpa de los fujimoristas muy preocupados por dejar en claro que ellos mataron menos. También han colaborado quienes no quisieron aceptar, ni explicar, por qué en gobiernos democráticos como el de Fernando Belaunde Terry y Alan García se dio la mayor cantidad de peruanos muertos. O aquellos que por un falso espíritu de cuerpo no se atreven a señalar con nombre propio a los militares que cambiaron el honor de defender a su patria por el horror de asesinar y violar. También están, por supuesto, los fanáticos del futuro promisorio, del mañana que se construye sin mirar atrás. Los que están encantados con este Perú y ya no quieren ni que les recuerden el de los apagones, la crisis, el dolor.

Nos la hemos pasado tan preocupados por defendernos a nosotros mismos, que todos nos olvidamos de que el enemigo no es el caviar ni el defensor de Derechos Humanos ni el representante de la derecha, digamos, achorada, ni el chiquillo que se cree el Che. El enemigo es y será Sendero, que hoy no vuelve con bombas, sino con ganas de contar con su perverso libreto la historia que todos hemos querido ahogar.