Murió Pilar Coll en la plenitud de su vida. Iba todos los días a trabajar, visitaba el penal de mujeres de Chorrillos una vez por semana, asistía a eventos, participaba del Consejo de Reparaciones, viajaba a España todos los años a visitar a su familia y –entre muchas otras cosas– atendía a un sinnúmero de personas que recurrían a ella buscando ayuda o algún consejo.

De manera sutil, siempre estaba arreglada (usaba colores llamativos y collares largos) y nunca dejaba de disfrutar con sus amigos de la buena conversación y el buen comer.

Estaba a mitad de camino entre los 80 y los 90, pero por su vitalidad podría haber vivido muchos años más. De hecho ella lo hubiese querido y hasta tal vez pensó que lo lograría. Pero así es la vida y la muerte.

El mejor homenaje que le podemos hacer es recordándola como verdaderamente era y apoyando sus luchas.

Fue de las que denunció las violaciones a los derechos humanos, cometidas como parte de la estrategia antisubversiva en las peores épocas de violencia. Y lo hizo dando la cara, en voz alta, arriesgando y sin importarle que la acusaran de todo.

Ella solía decir –citando al poeta Gabriel Celaya–, que para defender auténticamente los derechos humanos había que estar pendientes de “que no se nos haga callo ni en el alma ni en las manos” (Revista Ideele, n°113).

Obviamente, su punto de partida era la condena clara e inequívoca del terrorismo. Es por eso que estaba preocupada tanto con la participación de muchos jóvenes en el Movadef, como con la manera en que desde el Estado se enfrentaría el problema.

Ella y Lanssiers compitieron por quién sacaba a más inocentes de la cárcel. En la misa el día de su entierro, un indultado contó que si no fuera porque Pilar creyó en él, hubiera pasado el resto de su vida en la cárcel, ya que su ayuda fue decisiva para que se le levantara una injusta condena de cadena perpetua. Recordar a Pilar es entonces proteger a los inocentes indultados contra las amenazas que hoy nuevamente se levantan contra ellos por razones políticas.

Estaba también del lado de la lucha contra la impunidad y por reparaciones dignas para las víctimas.

No solo creía que las condiciones carcelarias debían ser mejoradas para todos, sino que se oponía –sin importarle el qué dirán– a la eliminación de los beneficios penitenciarios en general. También a que se ponga en cuestión la libertad de quien ya haya cumplido su pena, y sin importar quién sea.

No hay que soslayar, tampoco, que Pilar no pertenecía a la Iglesia Católica de salón y parafernalia dorada. Ella era de la Iglesia sencilla, de la que pretende estar cerca de la gente, de la progresista, de la hoy perseguida. Y por ello expresaba abiertamente su indignación contra medidas como la adoptada contra Gastón Garatea.

Fue una mujer de gran sensibilidad social y de una austeridad que podría ser calificada hasta de exagerada, aunque se tratara de una opción vinculada a una religiosidad excepcional. Habitualmente risueña y cariñosa, podía ponerse furiosa y durísima. No tenía ningún inconveniente de hablar mal de quien ella creía que se lo merecía, ni hacía espíritu de cuerpo con nadie. Si alguien cercano incurría en algo incorrecto, inmediatamente se lo decía, y sin ningún tipo de contemplaciones.

Fue una activa defensora del informe de la CVR –no por fundamentalista–, sino porque sabía que su desprestigio es la estrategia con la que hoy los fujimoristas y sus aliados pretenden recuperar terreno. Sabía, además, que lo que está en disputa en torno a él no es poca cosa: dos maneras opuestas de entender el pasado, presente y futuro del país, con sus respectivas consecuencias prácticas.

Pilar Coll: coherencia. Una virtud cada vez más escasa y difícil de mantener en un medio en el que prima –y hasta se valora– la metamorfosis por deshonestidad, oportunismo, conveniencia o miedo.

Tomado de revistaideele.com
Por Ernesto De la Jara