Las exequias de Pilar Coll Torrente (Huesca, 30 de enero de 1929 – Lima, 15 de septiembre de 2012), española de nacimiento que hizo del Perú su segunda patria, suscitaron, una vez más, una amplia unidad; el encuentro de muchos que alguna vez nos conocimos, nos perdimos la pista en las vueltas de la vida y volvimos a encontrarnos en torno a ella. El dolor con que despidieron su féretro “sus chicas” del Penal de Chorrillos lleva a pensar cuánta falta nos hará.

Hace algún tiempo Pilar explicó en una entrevista que se sentía incómoda por las muchas distinciones que había recibido –que incluían la Orden de Isabel la Católica que le otorgó el Rey de España–, por lo que, según argumentaba, era el trabajo de muchos. Aparentemente no comprendía el valor de esa capacidad suya para reunir a muchos y lograr que todos trabajaran juntos, dejando de lado las pequeñas vanidades, los egoísmos y el afán de figuración que con frecuencia frustran las mejores iniciativas. Todo gracias a la bondad que irradiaba, su sencillez, esa su manera de sonreír con los ojos, su capacidad de sacar lo mejor de cada ser humano. El movimiento de defensa de los derechos humanos en el Perú no sería lo que es de no haber existido Pilar, su infatigable activismo, su optimismo a toda prueba y esa terquedad aragonesa que era su sello.

La infancia de Pilar fue dura. Su padre fue asesinado durante la Guerra Civil española junto con otros familiares y los Coll tuvieron una existencia muy difícil en la posguerra; dos de sus hermanas mayores murieron de tuberculosis, pero ella hablaba de su infancia rememorando que eran muy pobres y subrayando de inmediato que estuvo rodeada de amor. Fue ese amor el que la llevó a estudiar derecho en Barcelona, hacerse misionera laica y viajar al Perú a fines de 1976. Encontraría un mundo de carencias y agravios cuya atención daría el sentido definitivo a su existencia.

Después de 10 años de trabajo en Trujillo vino a Lima, donde su primera tarea fue asistir a los miles de trabajadores despedidos por el gobierno de Francisco Morales Bermúdez, como represalia por el paro nacional del 19 de julio de 1977, ese que obligó a los militares a restituir la democracia. Trabajó luego en El Agustino con ese otro admirable ser humano que es José Ignacio Mantecón, más conocido como el padre Chiqui. Poco tiempo después se iniciaría el conflicto armado que desangraría al país y llevaría su compromiso a un nuevo nivel.

Uno de los más grandes logros evolutivos de nuestra especie es la empatía: esa capacidad de ponerse en el pellejo de los otros para entender sus sentimientos; leerlos emocionalmente. Pilar poseía empatía en grado extremo. Esa capacidad de vivir como propio el sufrimiento de los demás y su firme convicción como verdadera cristiana de que todos los hombres han sido hechos a imagen y semejanza de Dios y tienen una dignidad inmanente que se debe respetar, proteger y promover, al margen de su color, credo, ideología y de las cosas que hayan hecho, incluyendo las más atroces, la llevó a comprometerse profundamente en la búsqueda de la justicia y en la defensa de los derechos de miles de detenidos, torturados, asesinados y desaparecidos. Al igual que ese otro ser extraordinario llamado Hubert Lanssiers, el sacerdote belga que para nuestra fortuna moró entre nosotros, Pilar se comprometió en un trabajo a fondo en las prisiones, asistiendo a los internos y buscando que fueran tratados con dignidad, incluso a los sentenciados por terrorismo, lo que le valió muchos ataques.

Pilar contribuyó decisivamente a la formación de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (“esa cojudez”, según la cariñosa definición de monseñor Cipriani), una coalición de 78 organismos de la sociedad civil que trabajan en la defensa, promoción y educación de los DDHH y fue su primera Secretaria Ejecutiva durante los años más difíciles del conflicto. Nada la arredraba; impulsó la Campaña por los Desaparecidos, el movimiento cívico Perú, Vida y Paz, la Campaña contra la Pena de Muerte y todas las que modelaron el movimiento por los derechos humanos. Cuando se formó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación se ofreció como voluntaria. Después activó en movimientos como Para que no se Repita e integró el Consejo Nacional de Reparaciones. Trabajó incansablemente, hasta el final.

Si el cielo existe, Pilar debe estar allí, porfiándole a Dios que hay cosas que se podrían mejorar…

Por Nelsom Manrique
Tomado de derechoshumanos.pe