Por Rocío Silva Santisteban
“Ahora la palabra indio me parece que ya tiene un sustento más justo, un contenido más justo; indio ya quiere decir hombre, económica y socialmente explotado y, en ese sentido, […] en el Perú, todos somos indios de un pequeño grupo de explotadores”. Esas son las reflexiones de José María Arguedas para tratar sobre el gran tema de dominación de nuestro país desde ese mortífero encuentro en Cajamarca: la imposición de los españoles sobre los incas en un reguero de sangre y humillaciones sostenidas durante siglos. Este proceso que Aníbal Quijano denomina la colonialidad del poder, es decir, la institución sobre el racismo de la distribución del trabajo asalariado, no asalariado, explotador, servil y considerar que la dicotomía civilización-barbarie no era solo una clasificación espacial sino temporal: los de “antes” eran los primitivos, los de “ahora” son los civilizados. Por eso el indígena vivía en un “antes” y tenía que ser civilizado para vivir los tiempos que corren. “El indígena es visto como un ser carente: le falta civilización, le falta moral, le falta Dios” ha sostenido Alberto Chirif en un taller de Pueblos Indígenas la semana pasada.
A 521 años de todo este inicio se han dado cientos de transformaciones sociales, pero en cierto núcleo duro del pensamiento neo-liberal civilizatorio se entiende a los indígenas como “de antes” y se asume que deben “civilizarse” para adaptarse a la actualidad. Los diversos procesos de civilización del indígena han pasado por cruentas formas de tormento: desde el exterminio en las minas de Potosí hasta la evangelización implantada a sangre y fuego en búsqueda siempre de esos metales preciosos. Incluso fue tan escandaloso en su época que Fray Antonio de Montesinos, cura dominico, en su famoso sermón clamó contra los abusos de sus propios paisanos: “¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades [en] que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día?”.
Desde que Fray Bartolomé de las Casas debía defender que el indio tenía alma hasta la aprobación del Convenio 169 han pasado años de avances, reconsideraciones y también retrocesos. Sin embargo, siguen las resistencias frente a la necesidad proclamada por las organizaciones y convenios internacionales para restituir a los indígenas en sus derechos. En el Perú la Ley de Consulta Previa abrió una esperanza, pero el reglamento la cerró con la misma incapacidad burocrática de siempre. Hoy, con el ocultamiento sistemático de la “base de datos” de Pueblos Indígenas en el Ministerio de Cultura se continúa con esa lógica y se pretende encapsular una condición de “indígena puro” que definitivamente no existe y nunca existió. Como sostiene Ramón Pajuelo: “No hay sociedades puras en sí mismas, no hay “indígenas” originarios cerrados en su esencia. Todo el tiempo pelean en el campo que la dominación les ha planteado. Las poblaciones indígenas asumen elementos modernos y siguen siendo indígenas, recomponiendo procesos de identidad cultural, lo que constituye sus culturas…”.
La ironía de la frase de Arguedas con la que comienzo esta columna está centrada en la idea de que, a pesar de todo, con los cambios de la nación, el indígena cobro significación porque se convirtió en un “ser humano a ser explotado” y, por eso mismo, Arguedas sostiene que en nuestro país “todos somos indígenas del otro” excepto aquellos que manejan los verdaderos hilos del poder. Hoy, felizmente, los indígenas por sus propias luchas salen de esta lógica. El problema es cómo construir formas de diferencia que planteen igualdad ciudadana.